John Steinbeck: Las uvas de la ira.

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John Steinbeck escribió en 1939 “The Grapes of Wrath” -“Las Uvas de la Ira”, según la traducción al español más extendida-. Obtuvo el premio Pulitzer al año siguiente, y fue sin duda decisivo para que su autor recibiera el premio Nobel en el año 1962. Manejo una edición indudablemente sudamericana, tan al uso en su momento, con traducción de Hernán Guerra Canevaro, que lleva fecha de junio de 1968, esto es seis meses antes del fallecimiento del escritor.

El éxito de ventas fue inmediato, ayudado desde luego por la versión cinematográfica que hiciera John Ford en tal año de 1940, con el papel protagonista de Henry Fonda, de increíbles ojos azules también en blanco y negro.

La relación entre literatura y cine daría para una conversación muy vitivinícola, porque va de gustos y no de cánones. El lenguaje escrito y el audiovisual no comparten parámetros que permitan su comparación, de modo que siempre habrá prejuicios de predilección por uno o por otro. Baste aquí decir al respecto de nuestras obras que ambas son imprescindibles, y que el autor de la novela dio el visto bueno a la película, aunque el guion traicionara a la primera siempre que la exigencia mercadotécnica hollywoodense lo requería.

En la imagen: un granjero y sus hijos caminando contra una tormenta de polvo, Cimarron County, Oklahoma, USA. Fotografía de Arthur Rothstein en dominio público. Fuente: Library of Congress.

Steinbeck narra la emigración de una familia de Oklahoma -motivada por la pérdida de su tierra y de su casa, arruinadas todas por un clima tormentosamente polvoriento que las incapacita para para pagar sus deudas primero y subsistir después-, hacia el Oeste a California, en busca de un futuro. Años de la gran depresión. Viaje colectivo e iniciático por la Ruta 66 que no culminarán todos ni éstos al acabar serán las mismas personas que lo empezaron.

En realidad el libro nada tiene que ver con el vino que bebemos; acaso pueda pensarse que éste no es el lugar adecuado para hablar de él. Sí que en un par de ocasiones se menciona la existencia, allá en el rico oeste, de unos viñedos dorados, hermosos y accesibles, pero su búsqueda se revela utópica. La única referencia directa al tema que aquí nos convoca es el jugo en el que aspira a empaparse uno de los ilusos soñadores de futuro, soñando con restregarse racimos en la cara o yacer en la cuba con ellos. Los dorados viñedos vienen a ser la imagen de una Tierra de Promisión que no llega a alcanzarse, porque no existe la promisión. Claro que en este caso la promesa no procede de la palabra divina sino de unos folletos taimados que la venden a todo color.

Sin embargo, si se teclea en algún buscador de internet las palabras: “libros (o también “novelas”) sobre vino”, “Las uvas de la ira” aparece con frecuencia recogido. Puede ser la fuerza de convocatoria del título, puede ser la estupidez intrínseca al algoritmo que no concibe metáforas. Las uvas  de nuestro título no son las uvas del vino, sino la imagen de la injusticia y del abandono que terminará fermentando en ira. “En sus almas las uvas de la ira van desarrollándose y creciendo, y algún día llegará la vendimia.” Es la fermentación lo que interesa al autor.

El libro es un relato escarnecedor de la crueldad de la sociedad americana. Avidez de dinero y del poder que este otorga. La crueldad disminuye en la misma medida que lo haga el capital que se posea, de modo que en los pobres de solemnidad la generosidad y la entrega son absolutas. Se ha acusado al libro de maniqueísmo. Los malos son muy malos y los buenos son muy buenos. La línea divisora está muy clara: ricos y pobres. No dudo de que pueda verse así, pero acaso pueda decirse, en descargo del autor, que no fue el primero al que se le ocurrió.

De la “vendimia” de tales uvas, del recoger lo que se ha sembrado, se ha seguido que el autor anunciaba la llegada del “comunismo”. No aseguro  tampoco que ello no pueda ser cierto. Desde luego tanto el autor como el director de la película fueron objeto de atención del comité de actividades antiamericanas. Y hay palabras en la primera bastante transparentes: “… algún día los ejércitos de amargura irán todos por el mismo camino. Y todos marcharán juntos, y a su vista el mundo temblará de terror”…“Si ustedes los que poseen las cosas que los demás deben tener, comprendieran esto, podrían ponerse a salvo. Si ustedes pudieran separar las causas de los resultados, si pudiesen saber que Payne, Marx, Jefferson, Lenin fueron resultados, no causas, podrían sobrevivir. Pero ustedes no pueden saber. Porque la cualidad de poseer les ha metido para siempre en el “Yo” y separado totalmente del “Nosotros”.

Claro es que el comunismo disfrutaba entonces de un aura mistificada que se negaba a la realidad de su dictadura y de su naturaleza de capitalismo de estado, en el que los medios de producción pertenecen a los burócratas, ahora tras la caída del sistema reconvertidos en oligarcas, siguiendo la máxima gatopardiana de hacer que todo cambie para que todo siga igual.

El tercer “…ismo” del que se ha tachado al libro es: feminismo. Se sustenta la apreciación en que el personaje que en el libro aparece dotado de mayor clarividencia, capacidad de sufrimiento, dotes de improvisación y empuje es el de la madre. A los hombres apegados a la tierra su pérdida los desnorta, pero la madre está apegada a la familia, es la poseedora del fuego del hogar, y allí donde ella lo prenda la familia seguirá estando. Ha pasado casi un siglo, las circunstancias socio familiares han cambiado radicalmente, pero el rescoldo queda.

 

Desde luego todos los personajes del libro tienen pareja potencia y están muy bien delineados. Muchos se perciben como arquetipos ya conocidos: el padre analfabeto y por ende receloso –“cada vez que ha visto escribir le han sacado algo”-, sherifs y policías embebidos de poder, camareras ángeles de bar de carretera, bebedores ebrios de whisky, apóstoles de todo prohibicionismo…

Impacta la figura del predicador. Tiene el aire unamuniano del San Manuel Bueno, mártir, quien ejercía también la fe del sacerdocio aun siendo incapaz de creer en los misterios que predicaba.

La duda que asalta al personaje de nuestra novela es ciertamente más prosaica: la compatibilidad de su misión con su pasión por las mujeres. Ello le lleva a sentirse indigno de su papel de predicador, pero no puede dejar de ejercerlo por presiones de la familia que en algún momento necesita de consuelo o de alguien que sepa expresarse con la gravedad adecuada a la ocasión. Como cuando se ha de enterrar al abuelo: “Este anciano vivió su vida y hoy ha fallecido. No sé si fue bueno o malo, pero eso no importa mucho. Vivió y eso es lo que importa. Y ahora está muerto y eso no tiene importancia. Una vez escuché a un hombre recitar un poema: <<Todo lo que vive es sagrado>>. Pensando un poco se descubre su verdadero sentido. Él está perfectamente bien. Tenía una misión en la vida, pero ya ha terminado. Pero nosotros tenemos que vivir, y hay miles de vidas, y no sabemos cuál seguir. Y si yo hubiere de rezar, lo haría para aquellos que no saben dónde volverse. El abuelo tomó el camino más recto y definitivo Y ahora, cúbranlo de tierra, y déjenlo en paz.” Quiere dejar de predicar, pero no puede  por el amor de/a sus fieles.

Llevando el agua a nuestro molino, podríamos escucharle lo mismo que oímos decir al santo Manuel, naturalmente en una boda: “¡Ay, si pudiese cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que por mucho que de él se bebiera alegrara siempre sin emborracharse nunca…o por lo menos con una borrachera alegre!

La lectura de este libro es un ejercicio espiritual. No del estilo de los que hube de practicar en mi adolescencia que, por decirlo con adecuados términos vitivinícolas, padecían de exceso de sulfuroso, sino lleno de vida.

“¡Hay que vivir!” dice el uno, “Todo lo que vive es sagrado”. añade el otro. El vino es vida, bebamos dignamente.

 

 

 

 

 

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